"ANTE UNA EXPOSICIÓN DE ENRIQUE PADIAL"
Por José Martín Rodríguez. (Marzo, de 1988).Cuando en la suave tarde de marzo iba Gran Vía adelante camino de la Exposición de Enrique Padial, llevaba el corazón inquieto y la cabeza llena de prejuicios. Me habían hablado del Coya negro, de Solana, de Mateos... Todo estaba a favor del desencanto. Aquello olía a camino trillado, a farsa. ¡Había oído tantas cosas y es tan difícil escalar la cumbre por un nuevo camino...!.
A un metro de la puerta estaba Enrique algo más viejo. Bastante más gordo. Fue mi espejo. Un abrazo largo, intenso, selló un reencuentro largamente deseado y presentido. Al fondo restalló un relámpago en rojo intenso. Ocurrió como en un fundido de la mejor obra de Visconti: me pareció entrever el hermoso vestido rojo de la Asunción del Tiziano del altar mayor de la iglesia de los frailes de Venecia. Había mucha gente y el local era infame. Inmediatamente comprendí que a Enrique hay que verlo en soledad, hay que degustarlo en silencio. Así lo hice. Rodeado de gente, pero sólo, pasé por sus paisajes y me quedé en el éxtasis de sus personajes. En un momento volé al agridulce mundo de la niñez... Aquellos años tan difíciles, tan alegres y tan tristes, me envolvieron y me mecieron en su tibieza ya olvidada. Como en un gran salto mortal volvieron a mis ojos los húngaros y el oso, tan inmensamente triste y tierno todo; los charlatanes que vendían mantas de lana de cordero capado en leche: los buhoneros que ofrecían toda suerte de baratijas horribles y piadosas. Fue como un aldabonazo que en un momento abriera de golpe la puerta de la quieta habitación de mi pasado. Un aire fresco de montaña llenó mis pulmones, me arrellané en la mullida butaca de mi mundo interior y empecé a sentirme cómodo, pronto la sonrisa, suave y distendida, se abrió paso en el mundo de mis emociones. Reí como jamás lo habían conseguido los amanerados payasos del circo. ¡Allí, ante mí, estaba colgada en unos lienzos la quintaesencia de la Pintura! Nunca había visto nada igual. Jamás hubiera pensado que la ternura llegara a cotas tan altas y sentí cómo una paz enorme me invadía. Allí estaba el Barroco Veneciano, el mejor Barroco Veneciano; los colores del Tiziano del Tintoretto; pero todo ello enraizado en la inmensa tristeza de Granada. ¿Es posible encontrar una mirada más noble, más dulce y tierna, un cuerpo más enjuto que los del Baco anciano? ¿No es equiparable el Viejo de la Magnolia al más hermoso de nuestros retratos del XVI? ¿Es posible encontrar en alguna pinacoteca un cuadro más regocijante que "La Máscara?. "Allí están reunidas, como en un gran desván, todas las Mari Bárbolas de nuestra pintura, todos los fantasmas de nuestro pasado, todos los buhoneros de nuestras aldeas, todos los lazarillos de nuestra literatura, todos los truhanes de nuestros pecados, todo el manierismo de nuestra historia; pero curiosamente, del pasado sólo quedaba el tufillo de la atmósfera y el color, el brillante color de su paleta. Ahí es donde se condensa el Barroco de Enrique. Ahí y en sus claves: en las granadas multiformes -¡cómo se repiten!-, en los crucifijos atormentados, en los santicos de escayola y barro, en los corrillos de sus figuras, que parecen estar continuamente haciéndose confidencias. Los escorzos, los bruscos movimientos están aquí, por contra, sustituidos por la quietud, por la inmensa paz que respira toda la pintura. ¿Qué mar tranquilo podrá serenar más el alma que "La siesta del canónigo "? ¿Habrá, por ventura, alguna técnica sofrológica capaz de remansar más el espíritu? ¿Será alguien capaz de expresar mejor la ternura y el reencuentro con el pasado?... ¡¡Qué hermosura sin límites en "Los campanilleros locos"!!... Y como en una ensoñación, sin pedir permiso, como de puntillas, afluyen los recuerdos: el toque de ánimas al atardecer, la carraca de los Viernes Santos, los Judas en las madrugadas gloriosas del Domingo, el juego del Tío y la Tía pagando doble el siete... Nuestra historia tan triste y tan humana.
¿Son, acaso, posibles unas figuras más nobles que las de los pastores de la Nochebuena? Yo aseguro que no ha habido Ministro de ramo alguno de todas las progresías juntas de nuestra España que han hecho más por nuestros pastores y nuestros pobres que Enrique Padial. Venid a verlos. ¿Es imaginable más amor en el delicado toque al gozque?. ¿Una mirada más picara?. ¿Es posible asumir una injusticia de siglos con más orgullo?...
¡¡Qué enorme regocijo...!!
¡Ah! y los colores venecianos. "El baldaquino del Sacromonte ", "El Niño de El Fargue" y el "de Armilla". El color y la belleza. Y la ironía y la gracia. ¿Habrá alguien que se atreva a decir que la pintura de Enrique Padial es irreverente? ¿Sería posible tanta miopía intelectual y moral?
Y que nadie se convierta en maestro para decirnos como debe verse su pintura.¡Dejadnos en paz!... Que unos sufran, que otros se diviertan, que muchos se emocionen, pero que nadie ose cambiar su maravilloso mundo, su fascinante mundo de realidades.
Y después de dar mil vueltas y de reír hasta la extenuación del espíritu y de haberme olvidado de todo y de todos y de sentir el sol y la mañana como nunca, salí de la sala con la satisfacción de saber que los niños todavía existen, a pesar de todas las televisiones del mundo; con la seguridad de que Enrique no ha dejado de ser niño. Ha crecido. Está más gordo. Algo más viejo. Se ha casado. Tiene hijos; pero para fortuna de todos sigue siendo aquél niño de cara redonda y pecosa, de pelo ensortijado y rojizo que perseguía inútilmente a las mariposas por entre las negras sotanas del padre Espiga y del padre Eduardo.
En la tranquilidad de la noche, en la soledad del interior, nada importa que el Dow Jones bajara cuarenta y ocho puntos en la madrugada de New York, que Borrell saque la ley de Tasas, ni que Mario Conde recomponga el rompecabezas de su imperio industrial.