LA EVIDENCIA Y LA VIDA


Tú me das una cosa a mí; yo te doy una cosa a ti... Tú, cuerpo del ai­re, temblor del cielo, escalera de la mañana, tú me das una luz a mí, y yo te doy esa luz transformada en palabra, en sílaba plástica, en grito del sorprendido, del andarín, del mendicante. Todo aquello que Padial ha recibido como hombre que se puebla de las humanidades que le rozan y le rocían y le rodean -también las flores son estentóreas y besadoras- nos lo devuelve en monedas de agresiva sonoridad que acaban de mudarse en el crisol de su alma, limpia como una paloma. Y era muy fácil detener­se ante el escaparate de su pintura y acordarse de Goya o de Solana, y del Quevedo que parece que le ha parido y quien sabe si del Valle Inclán que puede bautizarle para romperle la crisma después. Todo esto es un trueque. Goya es un librecambista, como lo es Quevedo, que no engaña a nadie por mucho que lo parezca:

"Si tú me das los pies te doy los ojos.
Todo este mundo es trueque interesado
y despojos se cambian por despojos...

Era muy fácil coger el pan y el vino. Y mojar, y tragarse el migajón. Pero el cambio no era ése. Padial no venía a hacernos comulgar con ruedas de molino. Venía a entregarnos algo distinto a lo recibido, algo que parecía una herencia, y luego se convertiría en un virginal patrimo­nio en un dominio salvador, en una prueba de los nueves después de verificada su angelical- operación. Ahí estaban el horror y la belleza. Y darnos lo mismo que encontraba hubiera sido tanto como darnos gato por liebre. Y cuerpo del aire, y temblor del cielo, y escalera de la maña­na, nos llegaban convertidos en esa diosa deslumbrante y sin nombre que, por decir algo, denominamos pintura. Era la verdad revelada, el oro, li­bre de gangas en la ventanilla del cambista. Presencia es el título de un poema de Juan Ramón Jiménez, y presencias puras teníamos en esta pira tura que en unos segundos infinitos había atravesado el taller del pintor: presencia juanramoniana:

¡Viva la luz del día;
la evidencia y la vida!


La evidencia y la vida; la verdad y la vida; pero para este viaje no necesitábamos alforjas. Y Padial se engolfa en la verdad, se revuelca, lleno de unción en la verdad, y nos devuelve la evidencia, su evidencia, que no es solamente la invención, ni se queda en la invención. Todo lo que le ocurre ha sido verdad, ha sido evidencia. Y nos lo cuenta haciéndonos creer que asistimos a la gran representación de lo fingido. No, no hay artificio alguno. Y Juan Ramón lo confirma:

¡Viva lo conocido;
la mano y el estío!   


La mano esta ahí. Es la mano de antes. Como el estío es aquel que conocíamos. Padial nos ha descubierto una realidad, que es la suya, que es la nuestra, que no habíamos visto antes. También la de Quevedo:
  

   "Ciegos, con todos hablo escarmentado;
   pues unos somos ciegos y otros cojos,
   ande el pie con el ojo remendado”.

Este último y tremendo último verso del soneto de Quevedo, explica las aparentes invenciones de Enrique Padial. Escarmentados todos, remendados todos, andábamos así y no lo sabíamos. Lo que ocurre es que de pronto alguien ha descubierto nuestra realidad. Y hasta las flores, en su fugaz eternidad, eran esos bellísimos remiendos sangrantes, como la mano, que ya conocíamos, que nos arrancan una lágrima o un vítor.
Enrique Padial es un pintor de evidencias que imprime dramatismo a sus verídicas criaturas para que se nos parezcan más, para que nos veamos con nuestras costuras, porque la verdad es que "el ciego lleva a cuestas al tullido", como verdad es que esos almendros van -y ¡con qué prisa!- hacia la muerte, hacia el sabido verano, como la mano que escribe, como la mano que pinta.



José GARCÍA NIETO
De la Real Academia Española