¡ANDALUCÍA, ANDALUCÍA!
UNA APROXIMACIÓN CRÍTICA -ALUCINADA-
POÉTICA AL ARTE PLÁSTICO DE ENRIQUE PADIAL


Era la Andalucía zodiacal, cuando el planeta ya reinaba sobre el fermento de las fosas. País y hora exactos en que se ligan los dos ríos, el de la vida, el de la muerte, iniciando el proceso del embrujo, de la extrañez sombría y moribunda, de la sabia fogata de la luna. Y rodaban los helechos nocturnos, sesgando las navajas y los naipes sobre el cénit fantasmagórico del Genil y del Darro. Agua triste en el aire de los Campanilleros locos, con sus cobres alzados sobre la Vega agonizante; y sonaba, sonaba sobre todo un aldabón de muerte, meciendo sus sonidos negros sobre el remoto camposanto lento.

En esa tarde aciaga (¡"ay, mi veintiocho de febrero...!"), aherrojada de cepos y de pernos, la libertad y la existencia lloraban sobre la imagen y el dibujo (río de vida y de muerte) de un testimonio acuoso y deformado, de unos naipes sin suerte, de un óleo lagrimoso y de un envite horrendo.

En esa tarde mágica, en que la realidad se había nimbado de un falso fuego fatuo, dejé atrás los zumbidos y pregones, las voces y chicharras, la mercadería de la experiencia y la bullanga de la vida. Y con ese buhonero que todos arrastramos en el alma, subí por las penumbras de una casa honda en la "Avenida de las Animas".

Allí, Padial me mostró su nueva serie de pinturas. No sabía que había dejado el mundo, haciéndose colono de los aguajes y fermentos; ni que durante días y días se había dedicado a su tarea macabra y deformante, poseído ya él mismo por el proceso de la muerte, chorreando sus lienzos con el trazo agónico y nervioso de su pincel de brujo condenado. Tendría que acercarme para palpar la fábrica de aquellos figurantes, picaros y agoreras, moribundos y arpías, desarrapados jornaleros.
Sí, aquella era la misma expresividad horrenda y visceral de nuestra Andalucía torturada. El mismo figurativismo deformante, caustico, lloroso, malintencionado. Sólo que, ahora, el nítido dibujo, subiendo a un delirante simbolismo, sustituía el signo onírico, surgiendo concreto y colorista, fauve y hasta aullante, como el concierto de las hienas entre la sangre de los verdes campos.

El dramatismo de colores relataba mil dispares leyendas de tenebranza y humo, de agüeros y fritangas, de hambre y de injusticia, de codicias y sexos. Y contemplé aquellos seres sumergidos en su aventura espeluznante y degenerativa, ya casi funéreos, nervudos, esperpénticos, membranados. Mortajas, máscaras y macarras. Ya, nunca jamás, supe si los búhos y arrendajos iban a ser inscritos en el censo, si las lechuzas se pintaban los labios, o si los autillos se arropaban procaces a la salida de los templos. Toda la gelatina de aquella creación (bajo el chorreo demente de sus tubos), rica, excitante, pegajosa, se ceñía a mi ánimo, inquietado, medroso y atónito en los pasillos largos de su cueva de vino, en la Avenida de las Animas.

¿Juegas?, -dijo entonces Padial-, extendiendo ante mí aquellos lienzos, como unos naipes monstruosos, sobre cuyo abanico se cernía la vaharada feble y lastimera de un destino de otoños y fracasos. Yo estaba acostumbrado a aquella orgía de muertos. No me asustaba demasiado el fantasmal bandullo de los seres zoomorfos. Conocía el alacrán de los mercados, la grulla de lujurias, el cuervo de los caciquismos carroñeros. Cuando huí de la muerte, dejando atrás mi Andalucía sarmentosa, enredada en la zarza doliente de las estrellas rotas y de _las esperanzas desplomadas, conocía ya bien los buitres del expolio y sus cartílagos viajeros. Andalucía lloraba. Me despidió con su pañuelo de esa blanca inocencia amotinada de todas las celestes piconeras y de todas las marianitas pinedas vulneradas. ¡Ay, de mis palomas!

Allí había andaluces; vivos, muertos, terribles andaluces. Adivinaba su embriaguez mesiánica, desalentada por la pena, tras las cuencas enfermas de los ojos y su lepra cutánea. Telarañas, legañas, sobre el surco gusano de su rictus.

Azadas, yuntas, cangilones, sudor y lágrima esposados sobre la noria del tormento, desencajando las figuras, descoyuntando miembros.

Los blas infantes de unos tordos canturreaban, tristes, sobre la espuma verde del olivo. Sufrí con sus cadenas y sus hambres (¡los paisajes ligados a sus vísceras!), con el abierto cosmos de su boca y deseo. Y en el paroxismo del dolor, extendiendo tentáculos de gritos por todo el parlamento de los astros, reclamé su justicia, profiriendo: ¡Vinos y panes sobre los olivos, sobre los pesares de mi rugiente Andalucía y su estrenada feria encinta!

Se moría mi patria, a punto de partir sobre el barbecho, bajo el sudario rojo…

- ¿Juegas?-, volvió a decir Padial. Me acorraló aquel golpe de los sangrientos naipes en su mano. No, yo no quería hacerle trampas a mi infeliz destino. Mi propia libertad y mi existencia lloraban sobre la imagen del dibujo. Su tarot me vencía, porque ese era el testimonio inmenso (¡grandes cuadros, quizás, de tres metros de lado!) de unos naipes sin suerte, de una iconología escatológica, de una pesadilla de los límites, del universo en un envite horrendo.

Me acordaba de mis años de crítico, cuando entre galerías deleznables ejercitaba mi visión del mundo. No, aquello no era Ensor. No, no era Solana, ni Valdés Leal, ni Brueghel, ni El Bosco. Aquello era Andalucía. Aquello era la suma de mi oficio de sombras, de mi falsa afición por los colores, de mi piadosa e hipócrita alegría, de mi sórdido amor por las tinieblas, alimentado en el barrote y en el alpiste amargo del destierro. El cielo cambia cada día, pero sus signos quedan siembre entre nosotros. Los o/as infantes de unos tordos revolaban gritando. Padial bajaba hasta su cueva y entregaba, solemne, las carantoñas de su horóscopo.

Mortajas, máscaras, macarras, agonizantes rotos macarronean, como tordos, los latines del cielo. Enmascaran su sufrimiento vejatorio, untándose potingues por la cara, amortajando el aire de sus huesos. Carnavalesca grey, inhumana y grotesca comparsa, arrastrando mis restos de conciencia, entre risas y burlas, estertores, grilletes y regüeldos, hasta el terrible espejo demacrado de su imponente lienzo.

-¡Andalucía soy yo!- dije casi llorando, aterrado. Y allí, Padial, con un rizoso guiño de diablo andaluz y agorero, echó sobre el tapete de los musgos sus deslumbrantes triunfos. Ahora pintan espadas y no sueños.

RAFAEL SOTO VERGES
De la Asociación Española de Críticos de Arte