ELOGIO DE LAS LOCURAS DE ENRIQUE PADIAL
-Un granadino en Granada-
"... digan si no vale
más dejarse llevar de
estas locuras,
que
buscar un árbol donde ahorcarse..."
ERASMO, XXXI
Pienso si no será la pintura española, casi toda la gran pintura española, cosa de locos y espléndida muestra de las locuras de España. A través de su gran pintura, España se manifiesta como un país de locos, todo lo contrario que en su literatura, que es más bien una inmensa oficina de sensatez en la que yergue, insólita y gloriosa, la loca figura de Don Quijote de La Mancha. También nuestros conquistadores, nuestros teólogos y nuestros inquisidores, han dado hispánicas muestras de locura, aunque no tantas como nuestros místicos. Pero donde suelen ofrecerse más y mejor los lujosos locos españoles es en el áureo desván de nuestra pintura, tan a cal y canto clausurado en los siglos austríacos, tan huidos de la luz del sol y sumergidos en la penumbra argentada de las estancias palaciegas y de las celdas monásticas en las que un tropel de locos egregios intercambian etiquetas y gestos demenciales.
¡Ah, los impávidos locos corteses de la pintura española del Siglo de Oro!, en la que no hay otra cordura que la que mienten los enanos y bufones del Alcázar, los golfillos sevillanos... Todo lo demás, los graves caballeros, las orgullosas damas, los inquietantes frailazos, ¿qué son sino locos de atar? La trémula historia que estos huéspedes de manicomio derrocharon, jugándosela a la rana, es, tal vez, la historia más perfecta que pudo hacerse de la locura. Por eso es tan peligroso pasearse por las salas del Museo del Prado: porque los grandes locos de nuestra pintura pueden contagiarnos, siquiera un momento, su extraordinaria enfermedad esencial y podemos, enloquecidos también, bajar hasta Atocha a que nos cure un tren. Acercarse a la gran pintura española es tan peligroso como jugar con pistolas cargadas.
Y por eso me acerco yo con tantas precauciones a los cuadros de Enrique Padial, con las mismas precauciones que me asomo a la demencia agusanada de Valdés Leal, a los tiritantes manicomios de Goya, a los turbados tentetiesos de Solana, a los duendes que Mateos sorprendió en un enloquecido claro de luna. Es peligroso asomarse a estos miradores españoles exactamente porque son eso: miradores de España, paisajes genialmente monstruosos porque en ellos duerme la razón. Es un paisaje espiritual que pide a gritos la camisa de fuerza, y el acierto de Enrique Padial ha sido éste de proseguir la gran historia plástica de la locura española. Su peligrosa excursión por nuestra alma expresionista se viste con una suntuosidad desacostumbrada, con una fantasía que, cabalmente, se identifica con la última y primerísima realidad nuestra. Todos sus personajes se incluyen naturalmente en el repertorio visceral de nuestras locuras, y así como la Contrarreforma acentuó más y más los atributos que la Reforma negaba, Enrique PADIAL acentúa también más y más los atributos de demencia que han querido olvidar negándolos, las pinturas de la aburrida sensatez multinacional. "La locura -decía Unamuno-, la verdadera locura, nos está haciendo mucha falta, a ver si nos cura de esta peste del sentido común..."
Pero estas imágenes plásticas de la locura española serían superficiales si no viéramos en ellas la advertencia y la admonición moral que entrañan. Son, como las "Vanitas" (creídas un género doméstico en Pereda, cuando son el género de ultratumba ejemplarizado por Valdés Leal), cuadros en los que hemos de mirarnos hasta vernos sencillamente como somos, si es que el sentido común no nos cegó irremediablemente ya. A mí me complace encontrara Enrique Padial, sépalo o no, lo quiera o no lo quiera, en este noble camino tan español del arte querido como despiadada lección moral (como en los disparatados locos de Goya, en los lunáticos santos de Ribera, en los dolientes prostíbulos solanescos). Estos personajes que han perdido la razón en los cuadros de Padial salmodian, como sus parientes del gran estilo, el españolísimo "Memento, homo... "Nos recuerdan que somos locura, y que los que todavía no lo son, en locura también se convertirán. Para salvarse.
Pero la cosa no queda aquí. Cree Ramón Gómez de la Serna que el Carnaval tanto o más que el de Carnestolendas, el de la eterna mascarada de la Vidales el que empuja a Valle Inclán "al desiderátum de un realismo, macabróntico", un realismo de Callejón del Gato, en cuyos espejos cóncavos se hacen esperpénticas todas las imágenes.
Esa larga, casi interminable teoría española de desatinos es la que va desde don Francisco de Goya hasta don Ramón María del Valle Inclán, pasando por Ramón Gómez de la Serna, Solana y, en penúltima instancia, por el granadino Enrique PADIAL. El esperpento, según Maeztu, "es el aspecto negativo del mundo, el baile visto por un sordo, la religión examinada por un escéptico"; es la última fase del estilo de Valle Inclán, "agria y dramática, burlesca ", dice Julián Marías.
Sería curioso seguirle el rastro al esperpento en nuestra pintura a partir, tal vez, de los personajes del alcázar austríaco que Velázquez pasó por su Callejón del Gato para que el espejo cóncavo los convirtiera ¡sólo aparentemente! en bufones. De toda nuestra pintura del Siglo de Oro, la que, paradójicamente, se salva más de lo esperpéntico es la de Valdés Leal. En Goya también hay mucho esperpento, y no sólo en los claros disparates. Solana sí es puro esperpento macabróntico, doliente, y sin humor, patético, mortuorio, cierto que más noble que el de los esperpénticos flagelantes de Ignacio Zuloaga (aunque el mejor esperpento zuluaguesco debe de ser el retrato de la marquesa Cassati, caricatura de un disparate de salón goyesco).
En Enrique Padial el esperpento se imagina en un alucinado claro de luna granadino, vistiéndose de imagines populares que desatinan y enloquecen los espejos cóncavos del cielo nocturno de Granada.
Porque en Granada casi todo ocurre al claro de luna: los bandoleros y los jinetes muertos de Federico, casi todo Federico, son ficciones crepusculares y sólo en el postrero atardecer es posible oír el llanto monótono de la guitarra, del agua y del viento sobre la nevada. Un crepúsculo vespertino, sí, este de las criaturas de Enrique Padial (¿no serán criaturas muertas como las de Solana?), de un barroquismo cartujano que las puebla de flores, medallas, laúdes, caretas, zambombas, trajes de luces, naipes, mitras, túnicas, todo cuanto pueda servir para amasar color, gritos enfierecidos de color, que, al presentirlos, enloquecieron tanto al fatigado y último conquistador español Ángel Ganivet que se tiró al espejo cóncavo de Düina... ¿Lo habrían salvado el Darro y el Genil, como salvan a estos surreales personajes de Enrique Padial? Los ríos no salvan, ni los ríos granadinos de Federico García Lorca, ni los ríos de Francia, como aprendió el aterrorizado Andrea Chenier.
De cualquier manera, lo que aquí no tiene Granada es alegría (ni la tiene en García Lorca, ni en Morcillo, ni en el Prieto Cousset granadino, ni en Valdivieso). Granada, ya que no alegre, puede no ser triste en los Rodríguez Acosta, en Manolo Rivera. Pero en Enrique Padial es dramática, atormentada, todavía más por las muecas de estos personajes suyos que pretenden hacemos creer que se ríen. Los muertos sólo se ríen cuando trascienden la carne mortal y se inmortalizan en sus calaveras. Esta teoría de picaros y locos reiteran el llanto del rey que lloró sobre la gloriosa visión de Granada tanta felicidad perdida. Y Padial, para compensarnos de tanta tristeza, mitiga su manicomio granadino con una ofrenda de hermosísimas flores. Junto al "phatos" de la Granada legendaria, el "eros" fragante de la Vega.
"Pero estas imágenes de la locura serían superficiales sino viéramos en ellas, como ya tengo afirmado, la advertencia que entrañan. Estos personajes que han perdido la razón en los cuadros de Enrique Padial, salmodian como sus parientes del gran arte español, el "Memento homo... ". Nos recuerdan que somos locura y que los que todavía no lo son, en locura también se convertirán”.
Decía Ganivet: "El destino de lo grande es ser mal comprendido”.
Y es que, no puede ser lo mismo nacer en Castellón de la Plana que nacer en Granada, como no es lo mismo nacer en Cincinatí que nacer en Venecia. Venecia, Brujas, Granada son ciudades presas de su leyenda y de su historia, míticas ciudades en las que es difícil separar lo real de su ensoñación, en las que pasado y presente se confunden y crean, en el que las vive, siquiera sea fugazmente, una segunda naturaleza, que es la de familiarizarse con lo prodigioso. De ahí la dificultad, para quien ha vivido en estas ciudades, de adaptarse al vivir sin asombros de las ciudades que no tienen la suerte de depararlos.
Siempre debió ser así, pero hoy, más que nunca, debe tenerse por un privilegio vivir en Granada. Estos postreros años del siglo XX están dejando a las gentes sin miradores de belleza que llevarse a los ojos, de ahí las ansias de peregrinación que acometen a las gentes del mundo: de peregrinación a las ciudades que, a pesar de todos los pesares, conservan el talismán de su hermosura, lámpara de Aladino capaz de devolvernos el mágico mirador de lo desacostumbrado. Así vengo yo siempre a Granada, peregrino en pos de su encanto inmarcesible, alegre al cambiar la lámpara nueva de mi ciudad vulnerada por la lámpara vieja que Aladino perdió entre el Albaicín y la Antequeruela, lámpara que vosotros encontráis cada día y a la que podéis pedir todo lo que quiera vuestra imaginación. Sí, vuestras vidas también han de saber de cosas nada gratas, pero vosotros tenéis la suerte de poder aliviar cualquier pena con la jubilosa vecindad de Granada. Imaginad la pesadumbre de las ciudades que carecen de un tónico cordial como el de la Alhambra.
Pero esta misma felicidad hace más ardua al artista su expresión. La escuela de Madrid, por ejemplo, pudo realizarse sin excesivos cuidados porque sus miradores no estaban sumergidos en una leyenda de corroborada belleza. No había peligro alguno en asomarse al paisaje de Vallecas, a sus gentes. Pero Granada es una ciudad que hace peligrosísima su contemplación, como lo hace peligrosísima Venecia. En estas ciudades antiguas y remiradas es difícil saber y poder mirar con ojos limpios. Hay en ellas una estampa pompier capaz de cargarse la mirada. Por eso tuve yo tanta curiosidad de ver la obra de Enrique Padial, pintor granadino, gran pintor de España. Porque ser pintor madrileño o pintor neoyorquino no es un riesgo. Lo arriesgado es ser pintor de Granada. Manosear los duendes del Generalife es jugar con pistolas cargadas.
Con ellas juega Enrique Padial, pero sale indemne del juego atrevido. En un villancico andaluz el Niño lleva atado un león con una hebra de lana. Pues con hebras de seda lleva Enrique Padial atados a los leones que probaron la sangre abencerraje. Enrique Padial ha querido ahondar en el alma de Granada a través de una serie de tipos que, más que paradigmáticos, son simbólicos. El paradigma a fin de cuentas, es el canon, lo académico, y Enrique Padial tiene muy poco que ver con todo eso. El símbolo, el cambio, es una ventana abierta al interior del alma. Es una imagen singular relacionada con una entidad más honda y cada uno de sus atributos corresponde a una situación espiritual generalizada. Picasso pudo advertir la decadencia irremediable del mundo antiguo en ese minotauro ciego que acongoja la historia del arte. Enrique Padial ha podido -y ha podido porque ha sabido- advertir el espíritu de su ciudad en esta procesión de tipos que su amor enloquece y su piedad justifica. No sabemos, mirándolos, si lloran o si se carcajean de ellos mismos o de nosotros. ¿Y quién sabe, a punto fijo, dónde están la risa y el llanto?
Llegar al alma de una tierra, de una vieja cultura renovada, de una duda, de una sociedad, de un paisaje, por ese camino de Padial es infinitamente más difícil que llegar por el jardín, la placita o el churumbel en cueros. Reiterar imágenes es menos arriesgado que estrenarlas. Enrique Padial ha sabido y querido arriesgarse, y por hacerlo así serán de él la ira y el aplauso.
A.M. CAMPOY
De la Asociación Internacional de Críticos de Arte